UNA ESTRELLA EN LO MÁS ALTO
RESEÑA DE AVA, DE ANA MIRALLES Y EMILIO RUIZ
El nuevo y añorado trabajo de Ana Miralles y Emilio Ruiz, Ava, representa uno de los mejores momentos de la industria de la viñeta durante este año de 2024. Obra publicada por Astiberri, editorial con sede en Bilbao que mantiene, además de satisfactorios parámetros de calidad, una brillante y ecléctica selección de autores que hace de ella empresa modelo de buenos usos editoriales, tal y como se aprecia en este título.
Un trabajo tan especial que requiere unas palabras de contextualización, una somera presentación de la obra conjunta de ambos autores y algunas otras disquisiciones breves. Para esta editorial han firmado dos excelentes series, además de Ava, como son En busca del unicornio (1997-99), adaptación de la novela homónima de Juan Eslava Galán, premio Planeta de 1987 en edición integral definitiva, corregida, aumentada y publicada en 2019, y que se beneficia de una espléndida cubierta de la artista. La misma Astiberri, saca al mercado una serie de tres volúmenes apaisados, Waluk (2017-19), donde los autores otorgan templanza y carácter a los osos polares, imponente carnívoro boreal en grave peligro de extinción y uno de los símbolos de la degradación del planeta.
La dupla formada por Ana Miralles y Emilio Ruiz se acredita en obras tan interesantes como la erótica El brillo de una mirada (1990), cuya edición francesa se beneficia de otra de sus grandes cubiertas. En sus páginas se expone un erotismo socarrón y reivindicativo, al estilo de algunos de los más representativos comix norteamericanos como Tits and Clits (a partir de 1973), anatómico y ginecológico título creado por las combativas Joyce Farmer y Lyn Chevley, la cara impudente y explícita del underground femenino estadounidense, activo en la lucha contra la censura y la expresión de ideologías antisistema. Mucho más amistosa resulta la corta colaboración en un registro cómico, tan solo cuatro entregas, publicada en la revista Vogue y llamada Kim y Ka (1996), en donde la autora demuestra su dominio de la figura femenina y su solvencia en un formato tan exigente, constreñido y difícil, y sin embargo tan narrativo, como es, o fue, la tira de prensa o strip.
La obra en común de ambos autores culmina con dos trabajos tan interesantes como De mano en mano (2009), una historia ambientada en Valencia que se estructura en episodios entrelazados por un billete de veinte euros. Sigue la inacabada Muraqqa (2011), páginas esteticistas que dan cobertura al vestuario y pie a las intrigas en harenes de India durante el período mogol, editadas por la extinta editorial 12bis.
El trabajo de Ana Miralles con otros guionistas resulta extremadamente válido, como así se demuestra en un título tan sugestivo como Eva Medusa (1991-94), con textos de Antonio Segura, y una cubierta altamente reseñable en la edición integral francesa. Una historia de erotismos, vudús y otras hechicerías propias de religiones afroamericanas, muy en la línea de películas como Yo anduve con un zombie (1943), obra del siempre inspirado Jacques Tourneur. Su obra más internacional, la más larga, trece volúmenes editados por Dargaud, con guiones del guionista estrella en la industria europea Jean Dufaux, es Djinn (2001-2016), trabajo que convierte a Ana Miralles en uno de los grandes activos de la industria francobelga y europea en general. Son cientos las páginas que comentan, en prensa especializada, esta espectacular obra.
La carrera de Ana no solo es referencia en cómic, ya que a la autora se la reconoce como una solvente ilustradora, labor visible en las extraordinarias cubiertas de sus libros, y también en su labor de galerista, que se sustancia en catálogos tan seductores, entre otros, como A flor de pell (2007) en Casal Solleric (Mallorca) o Ana (2022) de Editions Daniel Maghen (París), extraordinaria publicación que dedica especial atención a la obra Djinn.
Una obra como Ava, en la que se narran dos días de Miss Gardner en Río de Janeiro, sitúa a los autores en su cima profesional, consecuencia de un evidente salto cualitativo, explicado por la experiencia y comodidad que sienten cuando trabajan juntos y, por supuesto, al oficio que aportan cientos de páginas en más de treinta años de trabajo. Ana Miralles vuelve a presentarse como una fabuladora única, que evoluciona desde unos expresivos trazos esquemáticos y angulosos, a un estilo orgánico, más carnal y más veraz, que hace de ella una gran retratista, perfilando una Ava Gardner bellísima; una gran fisionomista, con una Ava Gardner siempre reconocible, y, como es habitual, una gran acuarelista, que guía a los lectores, por una serie de páginas y viñetas climáticas y cromáticas que se acentúan por su dominio de todo tipo de encuadres.
Viñetas que retratan con autenticidad la ciudad carioca. Los despachos profesionales atestados, vividos y usados, las calles de Río y sus automóviles, el Copacabana Plaza, símbolo cosmopolita de la ciudad y las multitudes acosadoras de aficionados que la reciben en el aeropuerto. Ese uso del color trasporta al lector a las películas de la edad de oro de Hollywood, adecuando el ritmo cinematográfico de muchas viñetas y haciéndose significativo en los tonos, arrugas y trasparencias del variado vestuario, tan documentado, tan bien escogido, que resulta no solo narrativo sino funcional, consiguiendo que la belleza de la actriz resplandezca con la misma elegancia que cualquiera de sus grandes películas.
Con un guión ajustado, documentado a partir de hemerotecas, los autores abordan la reconstrucción dramatizada de una anécdota, una suerte de biopic reducido en el tiempo, que explica buena parte del significado de la vida de Ava Gardner. Dos días de septiembre de 1954, durante una visita de la estrella a Río de Janeiro para promocionar la película La condesa descalza (1954, Joseph Leo Mankiewicz). Se acompaña de su escaso séquito, formado por su secretario de prensa, Dave Hannah y por su doncella afroamericana, Mearene Jordan, personajes de biografía real (e intensa), atrapados en las bellas viñetas de Ana.
Cuarentaiocho horas que certifican la visión tan superficial que de la actriz tenía la prensa brasileira (y probablemente mundial). Se agradece el tono realista y la presencia de figurantes reales del mundillo del espectáculo carioca resultando visibles tanto actores brasileños como José Lewgoy, Silveira Sampaio o Anselmo Duarte, como representantes de la prensa carioca, destacándose al bilioso Ramalho Neto, redactor de la revista A cena muda, activa desde 1921 a 1955. Periodistas empeñados en destacar las falsas rabietas de la estrella, su exagerada promiscuidad, al atribuirle falsos romances con brasileños y, por si fuera poco, su mediocridad como actriz, tan solo capaz, según su opinión torticera, de andar descalza o de interpretar a una estatua. Un feroz e injusto sarcasmo que le dedican valiéndose de su interpretación en la película One Touch of Venus (1948, de William Seiter).
Y no es cierto. En absoluto. Ava Gardner era actriz con una ligazón casi hipnótica con las cámaras de cine, una cualidad abstracta llamada Star Quality, caracterizada porque su presencia en el plató no parece una actuación, sino el resultado del amor que la lente fotográfica siente por la estrella. Un glamur cautivador que es una realidad en películas tan luminosas como Forajidos (1946, de Robert Siodmack), una de las grandes cintas noir con la estrella vestida con un traje negro con un solo tirante, o Mogambo (1953, de John Ford), en la que nunca se había presentado tan cercana ni tan atractiva. George Cukor la requiere para Cruce de destinos (1956), y John Houston para adaptar un drama sudoroso, pasional y tropical de Tenesse Williams en Acapulco, La noche de la iguana (1964), donde Ava Gardner, se muestra a su público, pasada en años, en kilos y en experiencia, dueña de una vida intensa que hace extensivo a su personaje, Maxine Faulk. Audaz y dueña de su leyenda, se baña en el Pacífico con la compañía adecuada (dos sensuales mejicanos) para la práctica de un menage a trois y para la degustación de un festín prohibido a base de iguana, y acaba volviendo a una realidad prosaica, para cocinar una dorada enorme que alimente a sus hambrientos y desequilibrados huéspedes, alojados en su hotelito a la orilla del Pacífico.
Ava Gardner era pues un “producto” del Star System, una mercadotecnia que se mantuvo en la industria del celuloide desde los años veinte hasta bien entrados los cincuenta del pasado siglo XX. Los grandes estudios de la meca del cine creaban y mantenían a actores y actrices como marcas que atraen audiencias. Estrellas del celuloide llamativas y fotogénicas, con biografías y filmografías controladas por los ocho grandes estudios. Un sistema que se fue anquilosando con la llegada de la eficiente y poderosa industria televisiva y las exigencias de las estrellas de una mayor libertad.
Ana Miralles aprovecha el citado dominio escénico de la actriz, esa Star Quality, para recrear su imponente presencia en el night club del hotel Copacabana Palace, cuando pide a la orquesta acompañamiento para interpretar Someone Watch Over Me, canción compuesta por George Gershwin a la que han dado voz una amplia nómina de artistas que incluyen luminarias como Barbra Streissand, Ray Charles, Elton John o Amy Winehouse, siendo además una de las más recordadas de la película Young at Heart (de Gordon Douglas en 1954), canturreada por Frank Sinatra que, como en el cómic, está sentado al piano.
La historia se recrea en un momento mágico en la que la actriz vislumbra y añora a Frank Sinatra cantando el tema mencionado. Un actor con el que lleva casada desde 1951 y no se divorciará hasta 1957. Una dulce alucinación que finaliza en una llamada telefónica del mismo Sinatra, que corta la poética ensoñación con un momento prosaico, en el que Frank le habla con descaro (le informa que está practicando el sexo), y de paso promover los celos, la ira y la congoja de Ava. Una acción que avanza gracias a la expresividad de la estrella (vuelve a brillar el arte de Ana Miralles en el retrato), tomada en primeros y primerísimos planos. Una congoja expresada en la contundente y narrativa portada; nadie dibuja las transparencias, las gasas, los guantes de raso y los tules como Ana, que relata el final de esa intensa velada en el night club, cuando Ava se refugia en la piscina ajardinada del Copacabana, donde suena el tema Fracassos de amor interpretada por un cantante llamado Carlos Augusto, vestido con una elegante dinner jacket. Un hotel que es emblema de Río de Janeiro y testigo de anécdotas de piscina, entre las que destacan las habilidades acuáticas y discretas de Diana Spencer o del gamberrismo expresado en los chapoteos de la roquera Janis Joplin, que se bañó desnuda.
Téngase en cuenta que Ava Gardner fue testigo del resurgimiento de la carrera de Frank Sinatra, muy decaída en los primeros años cincuenta, al conseguir un papel secundario, pero trascendente, en la película De aquí a la eternidad (1953, de Fred Zinnemann). Un papel obtenido porque “alguien” hizo que Sinatra se subiese al ascensor del éxito profesional. Una historia que se narra con cierta socarronería en la película El Padrino (1973, Francis Ford Coppola), donde el personaje de Sinatra se corresponde con Johnny Fontane (interpretado por Al Martino). Marlon Brando, Vito Corleone, el Padrino, relanza la carrera de Fontane en conocidísimas y sangrientas escenas y alguna que otra frase memorable. Su personaje es una reinterpretación algo suavizada del gánster Sam Giancana. La posterior carrera de Sinatra, cuajada de interesantes títulos, lo lleva al estrellato, consolidándose como tal en Como un torrente (1958, Vincente Minnelli), en el que comienza a disfrutar de un elevado caché, tanto de actor como de crooner.
La anécdota contenida en este espléndido libro ubica a Ava Gardner en las filas de las mujeres dueñas y responsables de su vida y su destino. Para rematar esta realidad, los autores sacan del archivo de personajes reales a un antipático y obsesivo Howard Hughes, una insidiosa presencia que late desde el principio de la historia, que termina haciéndose material en una violenta escena con lesiones físicas, desarrollada tras el regalo de una joya exclusiva, con la que Howard pretende ensanchar su control emocional por la estrella. En las biografías de ambos, hay anécdotas similares de regalos suntuosos, celos posesivos y violencia física similares a las descritas en este libro. De hecho, en La condesa descalza, el protector y amante de María Vargas (Ava Gardner), tiene similitud con Howard Hughes en papel interpretado por Warren Stevens.
Los autores dejan claro que Ava no es una mujer vulnerable, ya que las insidiosas preguntas de los periodistas cariocas (incidiendo en su promiscuidad, en su carácter caprichoso o poniendo en tela de juicio su talento como actriz), ni la conversación chabacana con Frank Sinatra, ni la violencia física que supone el ataque de Howard Hughes, encajada y respondida por una enérgica Ava, apenas la desgastan. Sus erosiones emocionales son producto de su modo de vida, de ser dueña de sus pasiones, las domine o no y, por supuesto de sus opiniones, como bien se demuestra cuando cierra filas con sus asistentes (y amigos), Mearene Jordan y Dave Hannah, escenas donde la historia toma un derrote de intimismo y confidencialidad. Son, además, los únicos personajes de la obra que practican sexo, incumpliendo, respectivamente, el sexto y noveno mandamiento del decálogo cristiano o los equivalentes a los artículos sobre “sexo extramarital” y “actos impuros” descritos en el Motion Picture Production Code o Código Hays, código de censura aplicable en la industria cinematográfica, que se mantiene entre 1934 y 1967.
Un guión preciso de Emilio Ruiz, documentado y emocional, resuelto con una técnica gráfica que certifica que el arte de Ana Miralles está en sus máximos. Autores compenetrados, entregados a su oficio, que convierten un argumento muy trabajado en una pieza narrativa solemne… magistral.